Doce minutos para la eternidad
“¡Qué despacio camina esa manecilla del reloj!”, sobre la cama acostado,
pensaba el hombre con la barba enredada.
Eran las seis menos doce de la tarde. Menos doce.
Se fue de casa a la edad de doce años y en once se quedaron sus hermanos.
Una docena de veranos trabajó bajo el indulgente sol de la campiña sevillana.
Doce meses en la mili.
Doce semanas invirtió para tener un par de ruedas con motor.
Doce los días que tardó en darle un beso a Juanita, doce los segundos que necesitó para enamorarse.
Doce las horas que duró su boda y doce largos lustros de vida compartida, hijos, perros, éxitos y fracasos.
Y ahora eran doce los minutos que quedaban (para la eternidad).
pensaba el hombre con la barba enredada.
Eran las seis menos doce de la tarde. Menos doce.
Se fue de casa a la edad de doce años y en once se quedaron sus hermanos.
Una docena de veranos trabajó bajo el indulgente sol de la campiña sevillana.
Doce meses en la mili.
Doce semanas invirtió para tener un par de ruedas con motor.
Doce los días que tardó en darle un beso a Juanita, doce los segundos que necesitó para enamorarse.
Doce las horas que duró su boda y doce largos lustros de vida compartida, hijos, perros, éxitos y fracasos.
Y ahora eran doce los minutos que quedaban (para la eternidad).